Herencia
Por Luis Ernesto González
Me mira el niño que fui.
Me señala la lluvia a la que casi
he sido indiferente en estas horas.
¿Qué debo ver?
¿Ese brillo en las hojas de los fresnos,
el oro que se funde entre las piedras de la calle,
los pájaros ocultos en las ramas del pino,
la luna que esta noche
dormirá en el charco duplicado del cielo,
ese instante en que se abre
el velo de la vida y se presiente
al niño que uno fue?
Me mira, sonríe.
Yo no sonrío. Lo miro.
He perdido algo, lo sé. Lo veo en sus ojos.
No te vayas, le pido. Quédate a ver la lluvia,
todas las lluvias. La vida.
¿Tú no ves nada? ¿No ves
la gota de la vida que resbala y se pierde para siempre?
Quedo en silencio. Quiero decir que sí.
Pero lo he hecho llorar.
Me estremece, de pronto,
ver que se aleja y nace
mi vida entre sus lágrimas.
Has convocado al niño que fui con la magia de tu poema.
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Me parece bellísimo tu poema. Ojalá pudiéramos, al menos algunas veces, abrir el velo de la vida y reconocernos en el niño que fuimos y que podemos ser.
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