Entreluz

Estampas de fin de año (II de II)

Por Alberto González Carbajal

Con su venia, seguiré relatando algunos momentos extraños que me tocó vivir en diciembre pasado, época mágica o maléfica, según.

Llegamos ya a mediados de la temporada navideña, las posadas y fiestas de fin de año de las empresas están en su apogeo. Como se ha vuelto tradición, rechazo la mayoría de las invitaciones; sólo acepto una de un buen amigo y socio de negocios que me solicita que acuda a su celebración, ya que muchos de sus business de este año se sustentaron en el trabajo que realizamos de manera conjunta. Reacio como soy (un poco por cansancio y un poco por aburrimiento) a las emociones demasiado fuertes (ya que, como he contado en este mismo espacio, la gente se convierte en su némesis durante esos eventos), lo pensé mucho antes de dar el sí, y si además le agregamos que le tengo el debido respeto al alcoholímetro… Pero, bueno, como sea, acudí al lugar en cuestión.

Éste resultó ser un restaurante de comida mexicana (frase que debe sonar absurda a algunos lectores allende las fronteras, pero así es: en esta ciudad tan cosmopolita los restaurantes de comida netamente nacional son una especie de rareza orientada a ser básicamente una atracción para turistas extranjeros). Pero antes de llegar, decidí relajarme por algunos momentos; sentía que era absolutamente necesario, pues durante las dos semanas anteriores trabajé lo que no había trabajado durante todo el año: literalmente decenas de proyectos pequeños me inundaron llevándome a algo parecido a la ausencia del mundo de la que hablaba San Juan de la Cruz. Éste no supo de mí ni yo supe de él.

Lógico: llego tarde, como ha sido mi costumbre durante las últimas semanas. Saludo a los presentes, le doy un abrazo a mi socio y me dispongo a poner la sonrisa necesaria. Un solícito mesero me planta un caballito de tequila y unos sopecitos que se ven de rechupete. Le doy una mordida a uno de estos bocadillos mientras alzo mi vista para apreciar mejor la decoración del lugar en cuestión… y en ese momento escucho a mis espaldas un sonoro grito: “¡Don Alberto! ¡¿Dónde me lo vengo a encontrar?!” Un poco con terror volteo y me encuentro con un cliente de esos a los que le tuve que decir que no podía ayudarlo porque no contaba con el tiempo suficiente para atenderlo como es debido. Sin invitarlo, se sienta a nuestra mesa y me suelta una retahíla interminable acerca del proyecto en el que quiere que lo asesore. Ni siquiera puedo contestarle, ya que su discurso es como el mar: parece no tener fin.

Cuando intento interrumpirlo no me deja. Comienzo a preguntarme si este personaje es realmente un ser humano. Quizá por las luces tenues del lugar pero el caso es que nunca lo vi respirar y, ya lo cantó José Alfredo Jiménez, “así pasaron muchas, muchas horas”. Cuando finalmente dejó de hablar, me dijo, y cito textual: “Ya ve como era una cosa sencilla; lo que yo necesitaba era que me ayudara a tener la claridad necesaria para tomar esas decisiones tan importantes para mi empresa. Pase mañana por su cheque y no se le olvide traer su factura”. Se levanta dejándome un poco anonadado, con hambre… y la mesa sola. Mi socio a esas alturas de los tiempos extras ya se ha retirado, tal como han retirado también mis platillos cuando los meseros notan que no los he degustado

Abro un paréntesis para contarles un secreto del negocio de la Consultoría Profesional: Uno, a veces, lo único que tiene que hacer es escuchar con mucha atención ya que las soluciones que buscan los clientes están en ellos mismos, tal como me pasó en la ocasión que les cuento. Bueno… regularmente me pagan por hacer eso: cosas raras.

Pasó la Navidad y me disponía a relajarme lo necesario tomando unos cuantos días de descanso en un lugar lejano y, vuelvo a citar a José Alfredo Jiménez, “alejado del bullicio de la falsa sociedad”. Quería ir a un lugar “alejado del mundo, donde no haya justicia ni leyes ni nada”, peeeero el día que estaba por salir en compañía de la tropa loca, justo abriendo los ojos mi mejor cliente me llama por teléfono para informarme que es necesario conciliar cuentas conmigo porque “siente” que ya me pagó de más y que por lo tanto el pago que estaba por realizar, y que representa algo así como el ochenta por ciento de mi presupuesto bimestral de gastos cotidianos, simplemente no puede realizarlo hasta que haga una conciliación completa de los pagos realizados, cosa que puede hacer conmigo o sin mí, solo que en mi ausencia él cuenta con la libertad de asumir como ciertas sus subjetivas percepciones.

Raudo como cobrador de banco, cambio mi pantalón de mezclilla por un traje y me presento en su oficina, todavía confiando en que no me lleve más que un par de horas en terminar este engorroso asunto… Ingenuo de mí.

En su inconsciente afán por no erogar más dinero, el buen hombre (es un decir) buscó un mínimo de doscientas razones para no pagarme. Tuvimos que revisar los pagos de los últimos dos años… Todo para que al final saliera con que: “Ahh, no, pos sí, tenías razón; sí te debo la cantidad que tú decías”. Quería asesinarlo allí mismo o, peor, abrirlo en canal y echarle chile molido o quizá colgarlo de las patillas en medio de su nave industrial.

Llegué por la tropa loca… Era tardísimo. Arribamos al rancho lejos del mundanal ruido en la misma medida y luego de muchas peripecias más, justo cuando ya algunos de los convocados se querían dormir. Luego de tanto trajín… este lugar de sueño no estaba siendo exactamente mi Ítaca esta vez. Quería estar lejos del bullicio de la falsa sociedad, sí… pero no en el mal silencio de la real incomunicación. En fin. A seguir dándole, que ya estamos en la cuesta de enero y con nuevos impuestos.

2 Comments

  1. Nuestros sueños (o planes) pocas veces se cumplen y para tu consuelo dicen por ahí: «cuídate de lo que sueñas, se te puede hacer realidad».

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