A través del espejo

Indignidad

Por Karla Winkler E.

Ahora me resulta más fácil elucidar el pasado, esa secreción que la grey ha dejado en su arrastrado y engañoso camino. Ya no necesito escuchar sus voces. Veo por transparencia cómo los muerde la angustia del tiempo. Realmente no desearía ser ninguno de esos desdichados. Tal vez sólo asomarme un momento en la cabeza de uno de ellos para concebir su maldito mañana, hacerlo un guante donde introducirme, y a través suyo también a ese otro, que a su vez lleve a otro y a otro dentro de sí, seres a los que sólo así entendería en su reino de la contradicción.

De nada sirve que me tape las orejas o los ojos; los otros sentidos siempre captarán algo. Oleré las risitas irónicas, la hipocresía, la doble moral y los añicos que caen de no se sabe dónde. Los atormentan en tal forma todos los minutos del día y del insomnio, que si fuera alguno de ellos me darían ganas de suicidarme.

La atmósfera se rarifica cada vez más. El menor ruidito retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten. Cuando parece que ya va a extinguirse y cierro los ojos despacito para que no se oiga ni el movimiento de mis párpados, resuena un nuevo ruido que me espanta el sueño: ¡Su desconocimiento de todo! ¡La carencia absoluta de compostura! ¡La ignorancia de lo que es bien morir… y bien vivir!

Esta vez, el inmolado ha sido el que solía sentarse en un rincón, con la cara tan compuesta y melancólica que era la imagen de la oficial tristeza y también de la bondad; a quien nadie preguntaba nada que no le conviniera. Hoy este hombre armoniza tan bien con el dolor de la casa… Habita más que nunca su antigua y espléndida tristeza.

Atado a una camilla y a venas exteriores, rechaza la leche caliente y la copa de vino que le ofrece el corazón más bueno. El baúl de sus ilusiones y de sus proyectos se ha vaciado. Sólo desea nada. Comienza a morir físicamente para no morir subjetivamente. Por vez primera desenmascara los aguijonazos de la soledad en su corazón y, entre rezos, ellos, los otros, pueden escuchar que su viejo musita en voz muy baja: “Mamá, mamá… Me quiero ir”. Al amanecer, intentan afeitarlo; parece un autómata, con la vista perdida, con una mueca de dolor en su rostro curtido por una existencia dura, en la que, con su esfuerzo y entrega, logró, junto a su amada, darle con amor y orgullo una carrera a sus hijos.

Miro sus caras impregnadas de culpas, miedos y fantasmas. Distanatofílicos, armadores de retenes, esos que suelen acelerar para atinarle al perro que trata de cruzar la calle…

Pronto nos embarcamos en el mar. A veces es tan azul que uno no sabe dónde empieza el cielo y dónde el agua. Con fortuna nos confundiremos y no regresaremos. Nadie sabrá dónde estaremos.

3 Comments

  1. Que fuerte! Pero no todo termina , los recuerdos y el amor en las vivencias compartidas perduran, y trascenderemos de una u otra manera.

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