Entreluz

Sin huella

Por Alberto González Carbajal

Lo que antes era un rostro en lágrimas de aparente tristeza se transformó en un rictus de molestia evidente, cuando la cardióloga terminó de explicarle, con ese presuntuoso entusiasmo de haber alcanzado un gran logro profesional, que su marido había conseguido superar el periodo más complicado de su convalecencia en el área de cuidados intensivos y que, por lo tanto, iba a poder continuar su vida normal en unos cuantos días, una vez que terminara de convalecer y se repusiera lo suficiente para darlo de alta.

La doctora, una eminencia en su campo (de acuerdo con sus colegas), no se percató, sumida como estaba en su vanagloria (mal común en la mayoría de las eminencias), que del rostro de la esposa desaparecía la mirada esperanzada y surgía la imagen viva de la decepción, como cuando se descubre que el boleto de la lotería que se suponía premiado resulta ser inválido por alguna circunstancia.

Sólo acertó a decir un: “Muchas gracias, doctora”, en un tono que no reflejaba convencimiento alguno. Se levantó de la incómoda silla de plástico, típica de las instituciones de salud pública, y se dirigió a la sala de espera donde el resto de los familiares de su marido esperaban o, más bien, desesperaban por tener noticias del enfermo.

Durante el camino fue recordando, en cada paso que daba, toda su historia marital. Cómo fue que, siendo una jovencita pueblerina, se sintió enamorada por aquel hombrón de modales rudos pero con una sonrisa que inspiraba confianza; cómo huyó con él cuándo el trabajo temporal de éste había terminado, y cómo descubrió, al llegar a la gran ciudad, que la rudeza en los modales era una constante en todas sus demás facetas. Ella, hija única de un matrimonio de campesinos, nunca había sido tratada mal y, al momento de irse a vivir con este individuo, recibió como sentencia la frase: “De ahora en adelante eres mi mujer y sólo a mí respondes”. Y así fue su rosario de actividades: sexo a la fuerza, golpes de cuando en cuando y sobajamiento como alimento para su frágil espíritu. Los hijos que llegaron, siete en total, sólo eran celebrados si nacían varones; para las niñas, el sujeto sólo repetía su frase favorita: “Otro pinche estuche para caballeros”.

Así que, cuando llegó con su familia política a aquella sala de espera hospitalaria, les dijo que “estaba en proceso de recuperación; la doctora dice que va bien” y se regresó a la habitación de su marido, para cubrir la guardia nocturna que nadie deseaba hacer.

Observadora como era, no olvidó el nombre de ese medicamento especial entre todos los que los despachadores automáticos conectados al catéter le suministraban de manera regulada para la insuficiencia cardiaca de su esposo. Su mente seguía evocando recuerdos: Cuando nació el cuarto hijo, por fin el primer varón, el marido la llevó casi a rastras, y convaleciente aún, al Registro Civil para mostrarle su magnanimidad: ahora sí le daría su apellido, “para que no te sientas menos”. Su atención regresó a un pensamiento interrumpido por los recuerdos. Sí: el fármaco, que era monitoreado constantemente, a veces escaseaba en el hospital. Una vez, la enfermera que tenía que resurtirlo descubrió que no había ya ni en la bodega de suministros y la mandó a ella a conseguirlo en alguna farmacia… a las dos de la mañana. Norepinefrina era el nombre en cuestión.

A lo largo de los muchos días que estuvo encerrada en ese hospital, cuidando a su marido, alimentándose de las sobras de la comida que le llevaban a él, soportando las humillaciones de la familia política, en las interminables vigilias nocturnas contó algunos retazos de su historia a otros pacientes y familiares de pacientes y siempre recibía el mismo comentario: “Debería usted dejarlo”; y ella siempre respondía: “Es más fácil que él me deje a mí”. Estaba tan convencida de eso que decidió poner manos a la obra.

Era de mañana, llovía a cántaros cuando le dijo a uno de sus cuñados, el que le resultaba más repulsivo (ya que permanentemente la desnudaba con la mirada), que si “la cubría tantito” mientras iba por una torta, pues tenía más de un día sin comer, puesto que, con la notoria recuperación de su marido, ahora ya ni las sobras le dejaba a ella.

De mala gana, y no sin antes soltarle un: “Cuñadita, yo te cubro lo que quieras”, el torvo sujeto se dirigió a la habitación donde el esposo reposaba el desayuno recién recibido.

Foto tomada de internet

Foto tomada de internet

Horas después, los peritos asignados al insólito caso dictaminaron que, debido a una variación en el suministro eléctrico, la configuración del despachador automático se había modificado, incrementando mortalmente la dosis de norepinefrina que el enfermo requería. El hermano, que fue a quien le tocó estar presente en el momento del deceso, sólo repetía, en estado de shock: “Nada más se puso como verde de la cara”. También se veía cetrino el rostro de la cardióloga, contrariada y hasta ofendida por este desenlace poco lucidor.

La mujer lloró y lloró desde ese momento y hasta que enterraron el cuerpo. A veces una esperanza cumplida también tiene ese efecto.

1 Comments

  1. Me parecen certeros tus comentarios para el caso de tantas mujeres que todavía tienen que sufrir el machismo. Lo describes bien y en forma amena.

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