Hélène Blocquaux, cronista de luchadores y fantasmas
Juan Pablo Picazo
Abrir un libro siempre significa la posibilidad de renovar el universo que nos habita, pues aprendemos palabras nuevas, encontramos construcciones gramaticales deslumbrantes, o nos reencontramos con expresiones que alguna vez fueron nuestras, y habíamos olvidado. Y es que cada libro nos enseña de nuevo a leer, a comprender, y a sorprendernos. Es más: con cada nuevo libro arribamos a otros mundos, o abordamos formas distintas de comprender el nuestro.
Ustedes y nosotros hemos decidido compartir hoy y a esta hora, nuestro tiempo para re pensar el mundo, (los mundos de cada uno, hay que decirlo) a partir y desde “Cuentos de arena”, obra de Hélène Blocquaux (E1 ediciones,León Guanajuato, México. 2020), que a través de sus cuentos nos revela tanto una forma de ver, como una forma de narrar. El libro que presentamos hoy tiene esa virtud, la de colocarnos en el camino que renueva los reinos interiores, pues sin advertencias ni sutilezas, lanza al lector desde el primer momento, en un cosmos que se desarrolla con una dinámica y leyes propias.
Pero vayamos por partes. Confieso que cuando escuché el título del libro, mi mente se lanzó de lleno a recordar El niño de arena, excelente novela de Tahar Ben Jelloum, proyectando conexiones apresuradas, y dado como soy a ensoñar en cualquier momento, mi cabeza se llenó de sultanes, emires, camellos y profetas, y ya me veía yo entre faraones, los tuareg, y de plano entre los fremen de Frank Herbert, pues tenía un ancla puesta en la semblanza de Hélène, en la que se mencionan sus andanzas profesionales en Egipto, concretamente en la histórica ciudad de Alejandría.
Ansioso por lanzarme de lleno a la arenosa y promisoria aventura, olímpicamente me brinqué el prólogo de Guadalupe Loaeza porque —según yo— quería tener una mirada fresca, y fui directo sobre los cuentos. Y entonces… ¡Oh, gran sorpresa! Hélène había escogido como universo una arena muy diferente, y así los espejismos del desierto se hicieron polvo en el viento, y pasé de las lámparas mágicas a las máscaras mágicas en un instante.
Por supuesto se abría ante mí un mundo que creía mío, no por ser mexicano, lo que no siempre basta, sino por haber vivido durante años a la vuelta de la mítica Arena Isabel de Cuernavaca, por lo que siendo niño, escuchaba desde mi cama las infinitas expresiones del respetable, los gritos de combate y otras muchas expresiones más folklóricas mientras trataba de dormir. Por supuesto que era mi mundo también por haber gustado desde pequeño, las películas de luchadores como El santo, Blue Demon, los tres jaguares, Rayo de Jalisco y muchos otros; fabulosos precursores de los superhéroes tan de moda hoy, quienes seguramente abrevaron de los nuestros, apropiándose las máscaras, la fuerza, la habilidad, los uniformes, los malhadados enemigos de ultratumba y los despiadados enemigos espaciales, y bueno, hasta las personalidades secretas.
Y entonces me tiré de cabeza en ese mundo que se abría de nuevo para mí con sus misterios, sus gritos de guerra, sus movimientos personales, pregones de vendedores, nombres estrambóticos, y olor a mollejas, habas hervidas, patitas de pollo y pepitas asadas. Y así, en las piezas narrativas que iba devorando, encontré un color intenso, una sólida brevedad y pese a ello, una interesante exploración de los personajes, que se desgrana en una zoología humana fantástica: luchadores, edecanes, vendedores de máscaras, réferis, choferes, vendedores de comida, burgueses que llegan de incógnito a la arena, estudiantes trasnochados, e incluso ecos, suspiros, fantasmas y vagas presencias que se adivinan en la arena por las noches.
A todo aquello, mi cabeza iba agregando como accesorios, políticos de medio pelo, música estridente, taxistas a la caza de pasaje; burócratas en busca de redención, policías a veces, raterillos siempre; tacos, tamales, chicharrones y otras frituras que se expenden muy cercanas, perros callejeros, vendedores de dulces y burbujas de jabón, entre otros muchos asiduos que orbitan ese mundo buscándose la vida.
Los muchos rostros de la lucha desfilan cuento a cuento, la arena y su cuadrilátero son altar de los misterios, salón de fiestas, escenario de tragedias, válvula de escape, centro de terapia, zona de trabajo, galería de arte, cancha para deporte extremo, mesa de sacrificios, campo experimental, tribunal de la poética justicia, ágora para fantasmas, proscenio del drama y la comedia, espacio de superación personal, y zona de guerra entre los rudos, los técnicos, y sus respectivos ejércitos de fanáticos.
Hay en cada cuento la posibilidad de un desdoblamiento, de una ampliación, según este lector. Más que intuir una novela en la sutil urdimbre de las piezas narrativas, es como si Hélène Blocquaux nos presentara los bocetos destinados a formar parte de un mural en que podemos contemplar una parte que explica el México que somos, y que se insinúa en todos los ámbitos, desde lo familiar hasta los negocios, y desde la política nacional hasta la ciencia, todo ello pergeñado desde el testimonio del pensamiento mágico, la conspiración, y el asombro constantes.
Y hablando de constancias, la autora escribe: “El éxito de los famosos del pancracio, proviene de un esfuerzo continuo.” Y en ello descubre la poderosa magia del entrenamiento, de los muchos fracasos previos, de lo que cuesta levantarse tras cada caída aparatosa. Lo que esto dice a un buen lector también, es que cada pieza contenida en el volumen, ha sido tamizada por las lecturas y la observación directa, por las entrevistas a las personas detrás de los personajes, la corrección de estilo y las muchas relecturas, por el pulimento de una expresión que debe abarcarlo todo, tanto los significados denotativos, como los símbolos connotativos de cada voz, la aplicación de las puntuaciones, la elección de los sustantivos precisos y los verbos más idóneos.
Mucho más transita por estas páginas: la autora nos lleva de la mano por los pasillos secretos de la arena, nos deja entrar en las áreas privadas, nos muestra los vestíbulos, los casilleros, las oficinas, y además nos habla de lo que enfrentan los trabajadores de la lucha libre fuera del ring, como malos pagos, la piratería de su personaje en manos de imitadores y promotores fraudulentos, heridas que no terminan de sanar, golpes que se mantienen dolorosamente frescos porque a veces no se les respeta el tiempo mínimo de recuperación, y un largo recuento de otras situaciones semejantes.
Aunque cada historia es independiente, hay personajes que atraviesan el libro dibujándonos su historia, como El Guardían, una promesa de la lucha libre; Pepe, el Réferi; Marcial, el vigilante de la Arena; y Ramiro, El Segundo Guardián, quienes son ejemplo de ello. Este rasgo convierte a este libro en una continuación de aquella otra forma de contar que nos llega desde los Cuentos de Canterbury, el Decamerón y el propio Quijote, cuyo desarrollo muestra rasgos semejantes.
La verdad es que la lectura de este volumen siguió dándome cuerda, pero una presentación es un vistazo, una recomendación, no un análisis exhaustivo que acaba por desvelar todos los misterios, y si algo es verdad es que cada lector debe encontrarlos, resolverlos o envolverse en ellos de manera personalísima, así que hasta aquí mi texto que apenas roza la superficie de estos cuentos, toca a cada quien hacer la exploración definitiva.
iTexto leído durante la presentación del libro “Cuentos de Arena” de Hélène Blocquaux en el Museo Morelense de Arte Popular (MMAPO), el miércoles 6 de diciembre de 2023, con la participación de Jasmín Cacheux, Arturo Núñez Alday, Juan Pablo Picazo y la autora.