Bruja | Pixabay |La hormega

Onirosofía

Fraknos y la bruja

Juan Pablo Picazo

I

Hace frío. Mucho. Fraknos lo sabe y ha cerrado bien toda su casa. Se ha ocupado de que la familia tenga cobertores suficientes y ropa adecuada. Recorre la casa, y satisfecho de que todo esté en orden, se acuesta. Apenas ha puesto la cabeza en la almohada, cuando el calor lo obliga a levantarse. ¿No había cinco grados Celsius o menos allá afuera? ¿De dónde ha venido ese calor infernal que le hace primero patear las cobijas y luego sentir incluso un dolor extraño en la piel, como si se la arrancaran?

Se levanta un tanto airado.

De pie, mira extrañado que se encuentra en medio de un campo. Cae la tarde, un mortecino sol verde en medio de un cielo amarillo pálido, le desconciertan. Nunca ha creído en marcianos ni en la vida en otro planeta, eso no fue lo que sus padres le enseñaron. Pero algo por lo menos muy loco está pasando. Apenas hoy ha discutido con los amigos, ha ido de compras con su familia, ha visto las noticias… le gustan las noticias, lo ubican, le dejan saber que tiene un lugar en el mundo. Que puede opinar, que hace lo suyo para cambiarlo todo. Es un hombre con los pies bien puestos en la tierra, como decía su madre.

Pero ahora su casa se ha ido. No está a salvo en la tibia oscuridad que le hace feliz con el concierto de respiraciones que da su familia, rítmicas, seguras, felices a su manera; esas respiraciones que volverán al ritmo diurno cuando el sol llame de nuevo.

Si llama otra vez.

II

Entonces la ve. La bruja flota cerca, avanza con actitud de búsqueda. Lo mira, pero no lo ve. Lo ha descubierto pero no lo precisa. Fraknos se queda inmóvil y teme lo peor, pero no puede huir. Ella se acerca, mueve su rostro, sus narinas se dilatan ostensiblemente como venteando, saca una lengua bífida que entra y sale innúmeras veces, probando el aire.

Su corazón golpea cada punto del cuerpo. Lo siente en el cuello, en las manos encogidas, en el vientre que se le ha contraído, en las sienes, en las rodillas que comienzan a doler por la tensión.

La bruja se le acerca. Demasiado. Pasa de largo. Fraknos no puede evitar estremecerse al observar que lleva en una mano un saco pequeño con lo que parece ser una cabeza. El sudor le corre por la espalda y las sienes, le cubre la cara y las manos.

— Te huelo. Te siento. Le dice casi amorosamente, tierna, susurrante. — No soy ciega, pero te escondes bien entre las cortinas de los mundos. Yo misma no puedo hacer eso. Hago otras cosas, muchas, ven a que te las muestre. Su voz se hace cada vez más íntima, seductora, como la voz de la mujer deseada que ha resistido mucho tiempo y por fin se da. — Voy a ir por ti.

A su pesar, Fraknos, tiembla. Parece haber olvidado que es policía, y en ese momento le importa más lo que sabe, y lo que sabe y no sabe cómo, es que debe recoger tantas flores como pueda de las que crecen en el campo por el que se mueve, sus pétalos son pequeñas llamas, y su aroma confundirá a la Bruja, le dice algo que no es una voz, algo que está dentro de sí mismo.

Llena su propio saco con ellas —¿Cómo es que lleva un saco?— y sigue caminando. Debe caminar. No sabe para qué ni cuál es su destino. Sólo tiene claro que debe caminar, y prefiere hacerlo en dirección contraria hacia donde vio marcharse a la bruja. Lentamente el campo se hace menos denso, las flores de lumbre comienzan a escasear, y el sol es apenas una cresta en el plano horizonte.

III

La noche llega. Sucia. Seca. Roja.

Algo le inquieta. No sabe qué es. Siente que pasa algo raro pero sigue caminando. Hace frío pero agradece que lleva el uniforme de invierno puesto. el chaleco antibalas sobre el resto de las prendas. Extraña su bufanda, pero sentir el vaivén del arma reglamentaria lo serena. El sol ha desaparecido y entonces entiende qué es lo raro. No hay luna, ni estrellas, ni vía láctea, ni otros planetas o pequeñas luces en el cielo, y todo calla. Debería oírse toda clase de sonidos de los animales nocturnos, pero no. Hasta donde alcanza a ver, el suelo todo es arena, y está caliente todavía. Aquí y allá ve cosas que se mueven debajo de ella, como peces agitando el agua; una o dos veces un par de cuernos que van dejando un rastro regular y luego se hunden en ella, toma nota de no acercarse demasiado.

Sigue andando, no puede parar, menos en medio de la noche. Más adelante la bruja vuelve. Lo llama, tantea a ciegas con sus manos, ventea ansiosa el aire. — Aliméntame, tu carne y tu sangre calientes me permitirán arder por muchos siglos con una magia nueva, ya no seré como los otros espectros de este mundo, no olvidaré tu sacrificio, honraré tu memoria mientras mato y como las insípidas criaturas de este mundo y los más cercanos a los que puedo ir.

Fraknos lleva la mano al arma, pero cambia de idea. Saca una de las flores que recogió y la pone en el suelo. La bruja flota desconfiada hacia ella y la orbita durante largo rato. Aplaude y se deleita mirando muy de cerca aquella corola ardiente. Fraknos se marcha sin pensarlo. Sigue andando siempre en línea recta, sabe que ha avanzado mucho, pero ignora dónde está. sus pies pisan una arena fina, rosada, y el viento helado corta su cara, amenaza con tirarle la nariz y las orejas. No sabe en qué punto se tira al suelo de cansancio. Sabe que si se duerme morirá congelado, o comido, pero no puede evitarlo, su corazón martillea con un ritmo muy agradable, lento, armonioso.

La bruja vuelve, tiende las manos como una mendiga, las agita como una ciega. Deambula cerca de él moviendo su serpentina lengua, le promete amor. Le jura que lo saboreará como es debido. Le promete que paladeará cada gota de su sangre y morderá con placer su carne para que su muerte sea lenta, dolorosa, artística y maravillosa. Le promete honrar su sacrificio con canciones, anécdotas y grandes ceremonias.

Fraknos se levanta, pero el sueño es mayor. No puede ponerse en pie, y sólo consigue revolcarse en la arena, la fricción calienta su espalda y sus párpados se cierran mientras cae una suerte de bruma dentro de sus ojos y su pensamiento. Se alarma, es como si lo hubieran drogado. Algo le dice que es demasiado tarde, que ya no puede hacer nada. A lo lejos la bruja canta con una voz dulcísima y triste, persuasiva. Ella lo necesita. Sin él podría morir, le dice en la salmodia.

Saca el revólver, prefiere morir por propia mano, que dejarse comer. Sin levantarse, arrastrando los miembros en la arena, lo coloca en su sien con firmeza y respira fuerte. De pronto cambia de opinión, con mucha, muchísima prisa, saca las balas y llena las recámaras con los fogosos pétalos, los retaca.

La voz ansiosa, magnífica y anhelante está más cerca. No sabe lo que hace ni por qué, luego vuelve a tumbarse, y espera la muerte o la fortuna. La oye, su canción es magnífica. Su vestido y sus pies flotantes susurran sobre la arena, la sabe cercana porque ya despide un olor a sangre seca, a cosa húmeda y podrida, y se abandona. Está muy cansado, cuando está a punto de cerrar los ojos, la bruja aparece sobre él y se le abalanza hambrienta, bestial y lujuriosa. Levanta el arma, clava el cañón en esa frente dura, y dispara.

La cabeza de la reptiliana mujer se incendia y grita dolorosamente. Su cuello se alarga como si en realidad fuera una serpiente, sus manos lanzan rasguños ponzoñosos a diestra y siniestra, y patea en todas direcciones, se eleva unos metros por el aire y gira contorsionándose y gritando en una lengua extraña: — ¡Mw nof ka ygflo haracele daj szingerere!

Fraknos se siente como un maldito por causarle ese dolor ¿No es acaso como cualquiera, que sólo quiere comer y seguir viva? ¿Es lo suyo legítima defensa? Mientras lo piensa, descarga los diez tiros sobre ella hasta convertirla en una antorcha de reluciente lumbre carmesí que se agita ya en la arena y se arrastra, antes de irse a negros, finalmente vencido por el embrujo, observa la llegada de unos festivos y diminutos personajes que bailan de alegría alrededor del despojo ardiente que ya no grita, pero que aún se retuerce entre muy breves gemidos.

Sus ojos se cierran, los ruidos van apagándose.

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Onirosofía

El paseo

Juan Pablo Picazo

Vradiá apareció radiante, fresca, feliz. Bella. Eso era raro, pues siempre estaba preocupada por algo, y su ceño se arrugaba constantemente. Pero lo raro no era eso, sino la sensación de libertad que emanaba de ella. Y claro, pensó Ophad, si había muerto hace un mes, ahora debería estar libre de toda preocupación, pues nada la ataba a todo lo que se relaciona con la carne: la salud, el deseo y el hambre.

Había algo más en ella. Su calidez, el cariño que emanaba, la buena intención casi palpable, y ese aire resignado de quien parece saberlo todo sin tener poder alguno sobre nada. De algún modo Ophad supo que aquello era un sueño y que ella estaba muerta, pero caminaban entre las bancas de un parque en lo que parecía una ciudad europea, hacia el final de la tarde. Lo saludó con beso afectuoso y sencillo.

Mientras andaban y ella rozaba disimuladamente sus dedos como queriendo tomarle de la mano, le dijo que quería invitarlo a un viaje, que era importante, que de una u otra suerte nadie puede irse de la cárcel hasta haber cumplido su condena, o como suelen decir las personas, hasta haber cumplido su misión. Vradiá le explicó con mucho cuidado que él ya tenía un pase de liberación pendiente desde hacía mucho tiempo, y le recordó la veces que lo habían casi atropellado y en las que había salido ileso, y le dijo que habían sido algunas de las salidas propuestas más lógicas, debido a su debilidad visual y su ceguera nocturna, pero que algo impedía su partida.

Ophad podía oler su perfume, era ella sin duda. Le decía que la oportunidad ahora era que tomase su mano, y solo siguiera caminando, que continuara andando junto a ella aún cuando el sol se fuera ahí, donde ahora estaban, y que todo se resolvería solo, que estaba en medio de una trampa, y que quedarse auguraba muchas malas experiencias por venir: dolores, padecimientos, traiciones y golpes muy, muy duros, y que ahora quería evitárselos.

Sonriendo le dijo que si caminaba junto a ella, los residentes de la cárcel hablarían de causas naturales, y él podría continuar, pero sin argumentar ni negar, su pensamiento le hizo saber que no podía marcharse, que esperaba a cumplir muchas tareas más en el mundo y que además, había en ciernes un compromiso ineludible que debía, y de hecho ansiaba cumplir: educar a una niña.

Ella pareció entristecerse, le reveló que ya lo sabía, que por supuesto la había conocido antes de su encarnación, y que eso la apenaba mucho por lo que desde ahí se avecinaba. No dijo más, lo abrazó y le dijo: — Esta no era una oportunidad para ti, sino para mi. No tendré otra para recuperarte, aunque si, podremos volver a vernos y conversar de nuevo, pero es posible que ya no lo sepas.

Le dio aquel largo beso, angélico  y dulce, apasionado y triste, pegó su frente a la de él, y le prometió protegerlo cuanto le fuera permitido, luego dijo: — Que así sea, regresa, pues. Luego Ophad soñó con la nada, la negrura infinita que se surca, las imágenes que ya no se recuerdan, el temprano despertar a una realidad que por conocida se antojaba más irreal que el olor amable Vradiá, y su mirada amante y triste.

***

Los párpados se debaten, el cuerpo comienza a hacerse presente, las tareas cotidianas se van insinuando en la mente, pero el sueño, el paseo y las palabras son ya una mera sensación de saber algo importante que se va perdiendo, y entre más trata de fijarlo más raído y velado se vuelve, hay algo inaprensible, importante qué recuperar. Se esfuerza en mantener los ojos cerrados hasta que una segunda descarga del despertador, borra del todo aquella sensación y le impulsa a salir de la cama.

Las paredes cantan | Juan Pablo Picazo | La hormega | Foto cortesía de Pixabay

Onirosofía

Las palabras de las paredes

Juan Pablo Picazo

Las paredes cantan desde siempre. A veces sus voces destrozan cualquier silencio y cualquier ruido, poco o mucho. A veces salmodian apenas. A veces cantos guturales profundos y antiguamente remecidos. Yo jamás pude escucharlas, ni lo quería. Pero ese viejo me abrió los oídos de tal forma, que ahora son como micrófonos abiertos a todo tipo de cosas que no oyen las gentes normales, si alguna lo es.

Y es que la canción de las paredes es lo de menos, también llenan el aire los violentos debates de las nubes, las largas e ininteligibles charlas de las montañas, los cotilleos de las briznas, las flores, las conversaciones ordenadas de los bosques, y por supuesto, las alertas, los llamados los cortejos y cantos de guerra de los animales diurnos y nocturnos, así como ciertos coros y solistas cuyas voces no puedo asociar a cosa natural o construida de humana mano sobre la tierra.

Y pensar que el viejo, bien entendida mi discapacidad, mi debilidad visual y mi ceguera nocturna, también quiso abrir mis ojos, y mi tacto, pues decía que a mis letras les faltaba un asombro auténtico, prístino, pues mi trabajo literario era más bien translúcido, lo que denunciaba mi media videncia, no como otros cuyo trabajo era más bien opaco. Pero lo que ya oía me asustó y no quise ver ni sentir las muchas cosas sobre las que me hablaba.

Como los demás, al principio yo lo consideraba loco. Simulaba comerse y masticar el aire, bebía sólo agua de lluvia, jugo de flores, guardaba frascos con rayos de sol y luz de luna para aderezar su pan o remezclar con esos tés rarísimos que siempre tomaba. Se quedaba pasmado escuchando la nada, y a veces reía a carcajadas por algún chiste que dijo la pared de enfrente, y hablaba de perfumes nacidos en puertas y ventanas, o de las varianzas de color en las ráfagas de viento además de muchas otras cosas.

A la larga mis oídos se han acostumbrado a todas esas voces. He logrado oírlas sólo a voluntad, las únicas que no he podido acallar son las de las paredes, que no dejan de cantar nunca, incluso mientras muchas de ellas callan antes de empezar un nuevo discurso. Lo que me ayuda mucho es que desconozco la mayoría de esos lenguajes, aunque poco a poco van aclarándose en mi mente. Pero las paredes hablan en lenguajes humanos conocidos y eso es a veces grotesco, aterrador, ridículo o devastador.

Quiero dejar de oírlas. He notado que esas voces me llegan a veces como si supieran que escucho y me dedicaran sus palabras. Al principio comencé a escribir sus historias y sus pensamientos, luego fui más selectivo y ahora me niego a hacerlo, pero no me alcanzarían mil vidas humanas para escribir lo que oigo en una semana o menos.

Ahora sólo puedo dormir si me desconecto bebiendo esos venenos fermentados. El viejo me dijo que había una manera de cerrar nuevamente los oídos, pero como no le creía, no recuerdo lo que debe hacerse y él hace tiempo que murió y ya no puedo preguntarle nada.

La gente piensa que estoy loco porque peleo a gritos con mi casa, y recorro la ciudad sin ya cuidarme de mi aspecto o eso que llaman vida, hablo con todas las paredes, algunas me han dicho que saben como volverme humanamente sordo otra vez, pero les gusta poder hablarle a un humano, así que no me dicen, y siguen hablando sobre la importancia de recoger ordenadamente sus palabras. Y yo ya no puedo escribir una línea más.

Foto cortesía de Pixabay |La hormega, el duende zapatero, onirosofía Juan Pablo Picazo

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El duende zapatero

Para Alex y Sam, mis hijos amados.

Juan Pablo Picazo

Es un zapatero como cualquier otro. Las mismas herramientas cuelgan caprichosamente en la pared de su taller: cuchillas, patrones, martillos, escoplos, escarificadores, ruedas dentadas, agujas, pegamentos, hilos y demás porque, bien visto, los pies y los zapatos de los duendes no son muy diferentes de los pies y los zapatos humanos. Las diferencias entre una y otra especie no están ahí, sino en su magia.

Su nombre es Ganimel sec Imlardez, aunque en realidad todos lo conocen como el duende zapatero. Regresó hace mucho tiempo a Grannayr porque quería descansar de todo lo que sus ojos vieron, sus oídos escucharon y su razón soportó durante los muchos años en que sirvió a la gente de su pueblo como rey.

Porque el duende zapatero una vez fue rey. Fue conocido como el Rey duende de la suerte. En todas las naciones mágicas los reyes que dejan alguna vez sus tareas para dar paso a nuevos gobernantes,  se retiran a hacer lo que más les gusta, lo que siempre soñaron con ser, antes de cumplir con su obligación de servir a su país, que todos asumen al menos una vez en la vida. Y el sueño de Ganimel sec Imlardez siempre había sido el de convertirse en el mejor zapatero de su pueblo.

Lo de contar historias vino mucho tiempo después, cuando sus zapatos ya se habían hecho tan famosos que incluso le eran solicitados desde otras naciones mágicas como Granpartún, donde vivían los gigantes; Nacañone, capital de los Nacañú, esa gente en verdad pequeña a la que los mismos duendes miraban con ternura; también le habían llegado pedidos desde Irdayana Kly, orgullosa capital del imperio élfico.

Cierto es que no eran grandes pedidos y que no llegaban diario, pero así son es todo en las naciones mágicas; las cosas duran mucho y sirven casi todo el tiempo, así que hacer zapatos, comprarlos y regalarlos es cosa que sobre todo por fomento a la expresión artística se lleva a cabo. Por ejemplo, un par de sus mejores zapatos tiene un lugar de exhibición permanente en el Museo de Artes Cotidianas de Jadazahr, la ciudad más grande de las hadas dulces, junto a las airosas cortinas del artista andárico Brijed Gryntol.

Comenzó a contar historias por accidente. Alguna vez el hijo de un cliente se puso a hurgar entre las herramientas tratando de hacer algo con ellas; visto como era que podía lastimarse, el duende zapatero le pidió que las dejara a cambio de contarle una excelente historia, y si hay algo que un duende aprecie tanto como el sol, la buena comida y el arte, son las buenas historias, así que el muchacho se sentó muy cerca y orientó las orejas hacia él.

A partir de entonces, ese niño y todos sus amigos del pueblo acudían hasta su casa para escuchar historias, llenaban todas las sillas del viejo, traían las suyas y algunos más optaban por tumbarse en el suelo. Cualquier sitio era excelente para escucharle.

Acudían solos o con sus padres, pero siempre lo hacían en heptares, el primero de los tres días de descanso marcados en su semana decimal; algunos niños coleccionaban las historias en libros parlantes, y otros las reescribían como ejercicio de iniciación a sus carreras de bardo, rápsoda o cronista, lo que halagaba sobremanera al viejo duende zapatero.

Yo lo escuché en el primer año de mi extravío, ya luego debí dejarlo por servir a la nación duende como embajador en otras tierras, hasta que se me liberó de mis obligaciones y fui devuelto al humano mundo por la magia vaporosa de los Nacañú.